DESCUBRIR EL ROSTRO DE CRISTO 

Experiencia Fundante

Nuestra experiencia comienza con una búsqueda de Dios, sin tener los fundamentos doctrinales sólidos para encontrar el camino indicado. Como era de esperarse, fuimos impresionadas por “doctrinas llamativas y extrañas” (Hb 13,9), en las que pasamos varios años (aproximadamente cinco, antes del año 2000). Hicimos parte de un grupo seudo-religioso, sin embargo, nuestra entrega era total al Señor: lo buscábamos con sincero corazón, dedicándonos fundamentalmente a la oración ante el Santísimo. Ya lo habíamos dejado todo para iniciar un viaje sin retorno, desde el momento en que decidimos responder a la llamada de Dios.

Gracias al impulso del Espíritu, que nos llevaba por encima de nuestra razón, que nos impulsaba a construir y  a anunciar el Reino a todos, incluso a quienes se encontraban desorientados, desubicados; gracias al deseo de ser coherentes con nuestros valores trascendentales, de búsqueda de Dios y gracias a la formación y a la ayuda de las autoridades eclesiásticas, comprendimos que las enseñanzas en las que habíamos sido iniciadas, no eran coherentes con la doctrina de la Iglesia católica, ni con la verdad del Evangelio.

El primer sentimiento que nos invadió, al corroborar que habíamos transitado por un camino equivocado, fue de decepción, engaño, fracaso, pérdida, confusión, dolor, desorientación… Cuestionamos nuestra vocación y misión e incluso la existencia de la Comunidad, como proyecto de Dios. Y nos preguntábamos: ¿Cómo es que un grupo de personas profesionales terminaron envueltas en esta confusión? Y tuvimos que responder: ¡por la falta de sólidos fundamentos religiosos y prácticas de vida cristiana!

En medio de nuestra búsqueda, sentíamos la llamada a descubrir el rostro del Dios vivo y verdadero. Dios puso en nuestro camino, un retiro de inspiración ignaciana, a finales de junio del 2003, relatamos lo que habíamos vivido: ¿quién era Jesús para nosotras?, ¿cuál era su programa?, ¿cuáles eran nuestros ideales?

Allí nos encontramos con una Palabra que nos iluminó, liberó y rescató: “…¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32). Fue un nacer de nuevo, como el proceso de pasar de la oscuridad a la luz. Los caminantes de Emaús (Lc 24,13-35) se volvieron estímulo e impulso de nuestra búsqueda inicial, que despertando de nuestro letargo, se convirtió, para nosotras en una mirada nueva, de comprensión profunda de la Escritura y de la tarea de ser verdaderas discípulas de Jesús “… abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras” (Lc 24, 45).

Intuimos que el camino recorrido fue permitido por Dios, para que hiciéramos nuestra, la necesidad apremiante que tiene la Iglesia de una evangelización y acompañamiento adecuado, conforme al Evangelio, a las enseñanzas de Jesús y a la Doctrina de la Iglesia Católica, para evitar que las personas en búsqueda, recorran caminos equivocados.

Como habíamos oído la Escritura, pero no la comprendíamos; como nos habían enseñado una interpretación equivocada, nuestros esfuerzos se encaminaron a formarnos, para poder anunciar la Palabra y llevar a otros a la presencia de Jesús, quien se encargará siempre de transformar sus vidas. Vimos la necesidad de purificar nuestra fe; de reencontrar al Señor; de ayudar en la propagación del Evangelio, a través de su enseñanza auténtica; de anunciar el Reino a quienes, buscando a Dios, son engañados por falsas doctrinas. Descubrimos que no teníamos que buscar al Señor provocando experiencias “misticoides”; pues Él permanece junto a nosotras, a través de la lectura orante de la Palabra, las enseñanzas de la Iglesia y la fracción del pan (Hch 2, 42-45).

Al finalizar el retiro, de junio de 2003, recogimos las intuiciones del camino y asumimos el reto de retomar el “viaje hacia la Iglesia, el nacer de nuevo para luchar”, “comienza un nuevo amanecer”. Realmente fue emprender un viaje, porque creyendo estar en la Iglesia, estábamos lejos de ella… A la luz de la Palabra, aparece una imagen que describe lo vivido, por eso, asumimos las palabras del salmo 123,7: “… la trampa se rompió y escapamos…”. En el horizonte oteamos vestigios de libertad y sueños de trabajar por el Reino. Sentimos la presencia amorosa de Jesús, su preocupación por nosotras y fue entonces cuando se gestó nuestro caminar con el Señor, para ¡evangelizar amando!

Inspiradas por el Espíritu, concebimos la idea de impulsar la Comunidad, lo hicimos pensando en dar a conocer el rostro amoroso de Dios, que siente compasión por las personas, que se pierden buscándolo. Esta experiencia del Espíritu debía ser revelada, como una experiencia para vivir y entender en una forma muy peculiar, un aspecto de la vida de Cristo. Así fue tomando forma el carácter y la finalidad de la Comunidad, que está llamada a extenderse a través del tiempo en todos los lugares, más allá de nuestra ubicación espacio temporal. Este amor compartido con Cristo fue el motor para el desarrollo del carisma y las obras de él derivadas, que nos permitió vivir una espiritualidad específica, que ilumina nuestra acción apostólica en múltiples frentes. Nos sentimos impulsadas a vivir de manera particular el encuentro con Cristo en la Sagrada Escritura, en la oración y en la misión, con la osadía de hacerlo ¡Todo por Cristo, con Él y en Él!

En este empeño apostólico, la Virgen María es modelo en percibir las necesidades de los demás y en prestar ayuda solícita. Ella nos señala el camino a seguir, cuando dice: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2, 5b). Aquí tiene sentido ese “regreso a Jerusalén”, semejante al de los discípulos de Emaús, porque decidimos regresar; pero con una indicación clara que se convierte en nuestra brújula: hacer únicamente lo que Jesús dice, por ello la Palabra es el sentido de nuestro ser y de nuestro hacer, marcado por la obediencia a la Palabra que vive y que nos aconseja María.

Quisimos seguir adelante con nuestra Comunidad, sin anteponer nada al único Amor, sino encontrando en Cristo y en su Palabra la esencia más profunda de nuestro carisma, tratando de llevar una existencia evangélica, mediante la unión con Cristo, en la oración; mediante la unión con el pueblo de Dios, la evangelización y el acompañamiento; mediante la unión fuerte entre nosotras, a través de la comunidad y en la experiencia personal; mediante la consagración de nuestra vida, a través de la vivencia de los votos, tal como el Señor nos lo ha ido revelando y lo seguirá haciendo, como muestra de su fidelidad con nosotras.

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